Recuerdo que me decidí a estudiar sociología gracias a un programa de televisión en el que el profesor universitario Julio Cesar González hablaba sobre la masculinidad y la construcción social del amor desde una perspectiva sociológica. Hasta ese entonces no tenía idea de que era la sociología, ni cuál era su función e importancia como ciencia, y puedo apostar que muchos de los jóvenes de mi generación preuniversitaria tampoco sabían de su existencia. Recuerdo también que ya en la universidad muchos de mis compañeros de pupitre confesaron que sólo la habían elegido porque era un buen trampolín para luego cambiarse para psicología. A todo ello se unía las absurdas burlas de los historiadores y los filósofos, quienes nos daban el típico “cuero o chucho cubano” cuando nos decían que no pasábamos de ser una especie de técnicos medios de las ciencias sociales.
Hoy me resulta gracioso observar como ninguno de mis compañeros terminó cambiándose para psicología y que esos mismos historiadores y filósofos burlones, actualmente buscan afanosamente apropiarse de conocimientos y métodos sociológicos. Al final todos comprendimos que la sociología, hija de la modernidad por excelencia, es una de las ciencias que posibilita comprender los fenómenos que experimenta la sociedad contemporánea y, en consecuencia, propicia la producción del conocimiento que respalda la acumulación de la cultura científica, y si los burócratas la toman en cuenta puede favorecer el desarrollo de la gestión política, económica, la dinámica institucional, la participación sociopolítica y hasta la socialización de las capacidades democráticas (todo un dolor de cabeza contemporáneo). Por ello, quizás, una de sus principales fortalezas sea la capacidad para potenciar el análisis de la realidad desde una perspectiva transdisciplinaria.
La sociología en Cuba no ha vivido un cuento de hadas precisamente. Durante los primeros años del siglo XX estuvo representada por reconocidos intelectuales de izquierda como los profesores universitarios Roberto Agramonte y Enrique José Varona, por sólo citar a dos personalidades que casualmente fueron también rectores de la Universidad de La Habana. En la segunda mitad del siglo ya mencionado, si bien se presagiaba promisoria la evolución de la imaginación sociológica cubana, la implementación mecanicista del marxismo dogmático durante la década de los setenta, y la inflexibilidad burocrática ante el pensamiento crítico de su intelectualidad, disminuyó su impacto científico y social hasta el punto que provocó el cierre de la carrera durante los años 75 y 76. Casi una década y media pasó hasta su reapertura al iniciar la década de los noventa ante el umbral del periodo especial. Ello nos pudiera llevar a pensar a los sociólogos como sujetos surgidos de las crisis, por eso quizás sean intelectuales privilegiados para comprender el cambio social en su máxima expresión, manejándose como verdaderos equilibristas sobre el filo del orden y el caos.
Cuba se adentra en un proceso de cambios y reformas, algunas con mayor impacto que otras, pero lo que resulta evidente es que si bien los economistas, los contadores y los juristas participan de un modo u otro en la potenciación de estas, la utilidad de la perspectiva sociológica no se ha visto representada con igual proporción ¿Será que aún se nos percibe desde el currículo oculto con el que los burócratas miden a los intelectuales? Todo parece indicar que aún persiste cierta mirada prejuiciosa, quizás ello ha condicionado que en nuestro país a estas alturas no exista una asociación de sociólogos, lo que sin duda alguna resultaría notablemente beneficioso para la legitimación de tal ciencia, para la mayor organización y participación de sus intelectuales en el proceso de cambio social que experimenta el país, especialmente cuando uno de las grandes dificultades que se evidencian en las medidas y lineamientos implementados es su preocupante déficit de imaginación sociológica.
Tal imaginación es imprescindible para articular las políticas públicas que se adopten con las necesidades y demandas reales de una sociedad que se ha adentrado en un incesante proceso de transformación compleja, que va desde la reconfiguración de su tejido social hasta las representaciones simbólicas y socioculturales. Ello sugiere la urgencia de que se logre un consenso entre la producción de lo político y la ciencia sociológica cubana. Porque de persistir tal divorcio es poco probable que las estrategias de desarrollo endógeno que se ejecuten beneficien a la mayoría de los grupos, estratos y sectores de nuestra sociedad. Al contrario, lo que si se incrementaría seria la desigualdad socioeconómica, la socialización de valores antidemocráticos, y el aumento de los índices de apatía y descompromiso con lo nacional.
Es sumamente interesante ver como la dinámica cubana se acelera y los tiempos se acortan, como regresan los que se fueron, como aún se van los que se quedaron. Por ello no concuerdo con los que argumentan que el país está detenido en el tiempo, ni tampoco con los que manifiestan que las reformas son un éxito total, ello es ser absoluto y partidario de los extremos. Tales criterios sólo se detienen en la epidermis de lo infraestructural, es mirar el almendrón o las guaguas modernas chinas sin sumergirse en el sistema de relaciones sociales que se desarrolla en lo que dura un viaje de Marianao a La Habana Vieja. Es por ello que los burócratas deben educarse en aprender a buscar respuestas en las numerosas investigaciones y tesis de sociología de todo tipo que guardan las bibliotecas universitarias, y los sociólogos por su parte debemos ejercer el pensamiento crítico e implicarnos de una manera directa con los problemas que realmente definen la problemática nacional, sus nuevos fenómenos y sus complejidades, solo así es posible encaminar de modo integral el cambio social para el bien de todos los cubanos.