viernes, 19 de septiembre de 2014

La Democracia en 3D


Mucho ha llovido desde que Gabriel Almond y Sidney Verba, eminentes y prolíferos politólogos estadounidenses, escribieran en 1963 The Civic Culture: Political Attitudes and Democracy in Five Nations, obra en la cual analizaban la cultura política dentro de los sistemas sociales. En su primera edición, justo en plena década de los sesenta y adentrados en el auge de la Guerra Fría, ambos autores realizaron un estudio comparado entre los sistemas de cinco Estados-Nación, con el objetivo de distinguir entre los considerados como totalitarios y los democráticos. Entre otros indicadores, asumieron la capacidad de participación, toma de decisiones y conocimiento políticos de los ciudadanos. Sus conclusiones fueron que el totalitarismo era característico de sociedades donde el Estado era altamente regulador y el modelo socioproductivo subdesarrollado;  mientras que los sistemas democráticos se caracterizaban por la existencia de un Estado con menor capacidad de control social y se evidenciaba una elevada industrialización.

Años después, en una reedición de la obra a inicios de la década de los ochenta, ambos criticaron sus consideraciones iniciales e indicaron que si bien el grado de industrialización, el modelo socioproductivo y el eficiencia reguladora del Estado seguían resultando variables válidas, no eran suficientes para considerar un sistema político democrático o totalitario, pues la cultura democrática no es un ejercicio que se pueda restringir al carácter positivista de la ley y las normas jurídicas o al grado de desarrollo tecnológico de una sociedad, sino que en gran medida depende de la construcción de valores, principios, prácticas sociales, procesos de socialización, consciencia colectiva y construcción de consensos.  En otras palabras, si bien la primera dimensión de la democracia está en la constitucionalidad del derecho dentro de un contexto sistémico, este no garantiza por sí solo que la sociedad sea democrática de modo automático, pues las leyes, las normas jurídicas y las reglas cívicas funcionan en base al interés del grupo, estrato o clase social dominante, y por tanto es menos probable que todas las ideas, posiciones ideológicas puedan coincidir en sus percepciones sobre el deber ser de la democracia, lo que sugiere además que indicadores como capacidad de participación e influencia en la toma de decisiones estén mediados también por la interpretación de la democracia que se ajusta a los intereses reproductivos del estrato o clase social que predomina.

Tal y como sucede con la última moda tecnológica del cine; los fenómenos sociales y políticos deben observarse desde un enfoque multidimensional, porque en la medida que nos parcializamos con un criterio y lo subordinamos a una mirada unilateral de la realidad, perdemos calidad en las texturas valorativas, imprescindibles para comprender la profundidad de los dilemas relacionados con la construcción de la democracia. Llegado a este momento nos encontramos una segunda dimensión, tal dimensión nos muestra la importancia del consenso para establecer los principios y normas de la convivencia ciudadana, y en ese mismo sentido, nos remitimos a David Easton, quien en su evolución teórica entiende que el problema no radica necesariamente en las características del subsistemas de partidos, la filosofía del Estado, o el modelo socioproductivo, sino en la existencia de un contrato social que concentre y maximice los intereses comunes de una sociedad y disminuye las tendencias de la confrontación y el desbalance sistémico. Una comunidad sociocultural sin consenso es propensa a las rupturas abruptas y la disfuncionalidad, entonces el valor del mismo se vuelve fundamental para lograr el equilibrio, las cuotas de gobernabilidad, legitimidad y estabilidad que precisan las estructuras gubernamentales y la sociedad civil.

Pero aún nos quedamos en la epidermis del fenómeno, porque si bien la construcción de la democracia precisa del consenso, no todos los consensos propician la democracia. Ello sugiere que sea imprescindible apropiarnos como sujetos sociales y de pensamiento crítico de la tercera dimensión: la democracia como cultura y filosofía de existencia. Una sociedad puede permitir el derecho a la libertad de expresión, la libertad de asociación,  pero contradictoriamente existir al interior de la misma un consenso de valores contra las preferencias homosexuales, contra los grupos étnicos diferentes, contra la igualdad de género, contra estratos que profesan una religiosidad distinta a la socialmente dominante, y por tanto no ser una sociedad genuinamente democrática, pues la conciencia colectiva esta mediada por una conducta social autoritaria, tanto en sus lógicas de reproducción cívica como política. Esta última reflexión nos remite al análisis de la cualidad del consenso, porque en gran medida los basamentos éticos y estéticos del mismo condicionan el desarrollo de los procesos de socialización, participación y educación, y por tanto la posibilidad de construcción de la democracia como fenómeno cultural.

En tal sentido, la apropiación de la democracia como cultura implica la capacidad del saber  dialogar sin estar sujetos a las predeterminaciones de los prejuicios históricos, sin tener que percibir una amenaza recurrente en la idea de nuestro semejante por simplemente ser contraria a nuestros preceptos, y sin tener que agredir el criterio ajeno para legitimar el propio. La noción cultural de la democracia indica la no subordinación a los regímenes de verdad, puesto que la verdad, aunque tenga basamentos objetivos, no deja de ser más que un ideal y una representación deontológica de lo que creemos y suponemos como correcto e irrefutable. Como regla no escrita, suele concentrarse en el reduccionismo político la divergencia del pensamiento, sin comprenderse que tal capacidad es más que nada parte consustancial de las potencialidades de la razón y de las percepciones que se formulan los sujetos para explicarse el mundo en su amplia expresión, desde diferentes creencias, enfoques y perspectivas que no necesariamente tienen que reducirse a la política como actividad social.

El siglo XXI de lo cubano es una excelente oportunidad para apropiarnos de estas premisas, sobre todo cuando aún se observan espacios de intolerancia como el evidenciado en los últimos días contra el concierto de Buena Fe en Miami, respetar el derecho de que cada quien exprese su criterio u opinión es esencial para que la cultura democrática logre madurez, porque es inconsecuente exigir derechos que no somos capaces de entregar, ni de respetar. Pero esto no sólo debe ser una lección para las comunidades de ultramar, sino también para muchos burócratas que en Cuba no asumen las críticas e imponen sus opiniones como si fueran dueños de la verdad, y reaccionan sin siquiera establecer una reflexión coherente ante una consideración divergente, expertos en usar catalejos con los que el meñique del pie no se les ve. En conclusión, son simples ideas que pueden sugerir un buen debate, el cual puede ser un motivo afortunado para ejercitar una cultura democrática.

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